por el Hermano Pablo
La joven, de veintisiete años de edad, se ajustó el paracaídas, tomó su asiento en la pequeña avioneta y le dijo al piloto: «Volemos.» Volar hacia las alturas, y luego lanzarse al vacío, era la pasión de su vida. Helga Haddinga, de Berlín, Alemania, era una paracaidista veterana, con ciento veintiocho saltos impecables.
El avión subió hasta la acostumbrada altura de mil quinientos metros, y Helga, como lo había hecho tantas veces antes, saltó al vacío. Su paracaídas se abrió en forma perfecta, y Helga comenzó a disfrutar del descenso.
Al mismo tiempo, el avión describió un amplio círculo regresando a la pista. Pero cuando el avión ejecutaba su aterrizaje, Helga también ponía pie en la pista. Y ocurrió lo insólito. El avión y Helga se encontraron.
Golpeada por las palas de la hélice, Helga murió instantáneamente. El mismo avión que la había elevado en vuelo la mató al instante. Fue una de esas fatalidades impredecibles.
Si bien este suceso es símbolo de muchas desgracias en la vida, no todas se deben al infortunio.
Un joven escoge ser artista de televisión. Comienza una carrera ascendente. De extra pasa a figura de primer plano, y de allí a estrella. La televisión lo eleva a alturas de fama y de riqueza. Pero el medio lo introduce a una cultura enviciada —el alcohol, las drogas, la competencia, el libertinaje— y ésta comienza a arrastrarlo cuesta abajo, hasta dejarlo totalmente destruido.
Lo mismo puede ocurrir con una carrera política, o profesional o comercial. Primero se sube prodigiosamente. Se llega a lo que se buscaba: la fama, el poder, el dinero, la celebridad. Pero llega también la competencia, y con ella la deshonestidad y el descuido moral. El siguiente paso es el derrumbe, porque como dijo un sabio: «Cuanto más alto el monumento, más fuerte el viento.»
El accidente de Helga se debió a la fatalidad. Pero en tantos casos de la vida en que hay caída y destrucción, la causa es nuestro propio descuido, nuestra obstinación y nuestro orgullo.
Aceptemos la soberanía de Dios en nuestra vida. Huyamos de la vanidad, de las pasiones y de los vicios. No permitamos que lo que nos eleve sea también lo que nos destruya. Sometamos nuestros planes al control de Cristo. Sólo así disfrutaremos de la bendición de Dios.
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