por el Hermano Pablo
Era ya tarde, y Dolores Jackson estaba preparando la cena. De repente, Janet, de dieciséis años de edad, y Pámela, de diez, hijas de Dolores, entraron muy exaltadas a la casa. Inicialmente Dolores no entendía lo que decían.
Las dos chicas hablaban a la vez sobre un envoltorio que traían. Cuando la madre logró que hicieran silencio, pudo darse cuenta de qué se trataba. Las chicas tenían consigo a un bebé de escasas horas de nacido, envuelto en una frazada. «Lo encontramos en la puerta de la iglesia —explicó Pámela—. Está frío y llora mucho.»
La madre le dio un biberón al chiquillo. Luego llamó a la policía, que se encargó de que lo llevaran al hospital, mientras averiguaba quién era la madre o el padre.
Esa noche la hija mayor, Janet, lloraba desconsoladamente. «¡Si el niño muere, yo tendré la culpa!», decía entre lágrimas incontenibles. Y apremiada a preguntas por su madre, Janet confesó la verdad. ¡Ella era la madre del niño! Durante los nueve meses, Janet había ocultado su embarazo.
Cada día aumenta el número de niñas de doce, catorce y dieciséis años de edad que, sin comprender en absoluto el valor del matrimonio, traen a esta vida criaturitas indefensas. Éstas arriban sin padre, sin hogar, sin calor familiar y sin esperanza.
En una encuesta entre estudiantes en la ciudad donde ocurrió este caso, todas dijeron que tener un hijo a los catorce o quince años de edad era una manera de sentirse mayores y de ingresar con orgullo al mundo de los adultos.
En definitiva, la moral de nuestra sociedad va en descenso. Ya no se considera la virginidad como una virtud. ¿Dónde está el valor de la castidad antes y después del matrimonio? ¿Y qué de la dignidad de la joven pura? Según la mencionada encuesta, hoy en día el ser madre soltera es motivo de orgullo.
Lo triste, lo atroz, es que aunque no nos importe el aspecto moral de tales acciones, de todos modos sufrimos las consecuencias al infringir leyes que nosotros desdeñamos o decimos que no existen. Es que son leyes morales eternas cuya infracción se convierte en su propio castigo. Una gran parte de nuestros dolores en la vida viene por no honrar las leyes morales de Dios.
Por eso es tan importante que cada joven y cada señorita, por su propio bien y el de toda su progenie, reconozca las leyes morales de Dios. Eso es posible cuando Jesucristo es nuestro Señor. Invitémoslo a que sea el Dueño de nuestra vida. Sólo así podremos vivir en paz y en armonía con nosotros mismos y con Dios.
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