por el Hermano Pablo
Primero sintió una molesta comezón en casi todo el cuerpo. Pensó que era alergia o picaduras de insectos. Pero la comezón siguió, y se complicó con cansancio y dolores en los brazos y las piernas.
Comenzó entonces para Patricia Delaney una larga e intensa odisea. La vieron veinticinco especialistas en Estados Unidos y Europa. Todos le dijeron lo mismo: «Usted, señora, no tiene ninguna enfermedad.» Pero la realidad era que Patricia sufría del mal de Hodgkin, cáncer glandular. Felizmente, por fin diagnosticaron su mal, y comenzó la etapa de recuperación.
Pero lo que le pasó a esta mujer, consultora industrial, le ocurre a muchas personas. Tienen una debilidad general. A su condición la acompañan fuertes dolores de cabeza y un desgano que no les permite estar activos. Entonces consultan médicos, recorren una ciudad tras otra y van de hospital en hospital, pero todos aseguran lo mismo: «Usted no tiene ninguna enfermedad.»
Esto es triste, y ocurre con más frecuencia de lo que las autoridades médicas están dispuestas a admitir. Pero hay algo que entristece aún más. Es cuando un hombre o una mujer van de un remedio a otro, de un consejero a otro, buscando la paz. Lo consultan todo: el horóscopo, el vaticinio, la adivinación, el augurio. Hasta se van tras religiones extrañas—el vudú, la hechicería, el satanismo—, todo para encontrar satisfacción en la vida. Y su búsqueda no produce más que desengaño.
¿Cuál es el mal universal que acosa al hombre? Es el pecado. Cuando el hombre infringe las leyes morales de Dios, acarrea consecuencias que él no entiende. No entiende por qué está triste. No entiende por qué no puede controlar sus apetitos. No entiende por qué sigue tras lo que lo destruye. Se está muriendo de temor, de confusión, de desesperación, y no comprende qué le está pasando.
Es que el ser humano necesita un Médico supremo, un Médico para la enfermedad universal, que es el pecado. Fuimos creados para funcionar de cierto modo, y cuando no seguimos las instrucciones, todo se vuelve confusión y desorden.
Jesucristo desea ser nuestro Salvador. Él es el Creador, y sabe cuál es nuestro mal y qué necesitamos para vivir en paz. Invitémoslo a que sea nuestro Salvador. Entreguémosle nuestra vida y sometámonos a su divina voluntad. Él nos ama intensamente y tiene la gracia y el poder para sanarnos de ese mal espiritual que nos agobia. Cristo quiere ser nuestro Salvador. Ya no busquemos más. Aceptemos su diagnóstico y la ayuda sobrenatural que nos ofrece.
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