La música era estridente, y brotaba a chorros de la radio del auto. El adolescente, Ronald Howard, estaba tan apasionado con lo que escuchaba que ni cuenta se dio de que su velocidad aumentaba. Las palabras de la canción decían: «Tengo una pistola en la mano, y el policía viene saltando. Le pego en las rodillas, y lo dejo bailando.»
Así distraído, lo detuvo un radiopatrulla. Ronald, atontado por la canción, recibió al policía Bill Davidson con un balazo en el pecho. Dieciocho meses después, el muchacho pagaba su homicidio siendo ejecutado con una inyección letal.
«Dime con quién andas y te diré quién eres», dice el refrán popular. Para el caso presente, y muchos casos similares, podríamos parafrasearlo: «Dime qué música escuchas y te diré lo que eres capaz de hacer.»
He aquí un joven, de diecisiete años de edad, que sin provocación alguna, sin sufrir ningún insulto por parte del policía, aun antes que el agente le dirigiera la palabra, sacó su pistola y lo mató de un solo tiro. «La música me hipnotizó —dijo después en su descargo el joven—. No sabía lo que estaba haciendo.»
«Dime qué música escuchas y te diré lo que eres capaz de hacer.» Pero la música no es lo único que ejerce una fuerte influencia sobre nosotros. Son muchas las cosas que, por permitirles entrada a nuestra mente, nos hipnotizan y nos esclavizan. La literatura nociva es una de ellas. Las películas violentas y pornográficas son otras. Ciertos programas de televisión forman parte de ese veneno. Las amistades malsanas aparecen también en el catálogo. La lista es interminable.
Es que nosotros somos esponjas. Sin querer, nos empapamos de todo lo que aprobamos. Aun sin advertirlo, poco a poco entramos a un estado de estupefacción y, cuando menos pensamos, perdemos el dominio propio. Nuestras facultades y nuestra fuerza de voluntad se convierten en barro, y llegamos a ser nada más que pusilánimes robots.
¿Qué podemos hacer para no perder nuestra identidad como creación de Dios? Relacionarnos con lo más sano del mundo. El divino Maestro dijo: «Busquen primeramente el reino de Dios y su justicia» (Mateo 6:33). Es por eso que necesitamos leer la Biblia. Ella es la luz que alumbra nuestro camino. Ella, como nada más en esta vida, nos hace llegar a la altura de la dignidad humana. Leamos la Biblia todos los días. Así seremos personas completas, realizadas, como Dios siempre ha querido que seamos.
Así distraído, lo detuvo un radiopatrulla. Ronald, atontado por la canción, recibió al policía Bill Davidson con un balazo en el pecho. Dieciocho meses después, el muchacho pagaba su homicidio siendo ejecutado con una inyección letal.
«Dime con quién andas y te diré quién eres», dice el refrán popular. Para el caso presente, y muchos casos similares, podríamos parafrasearlo: «Dime qué música escuchas y te diré lo que eres capaz de hacer.»
He aquí un joven, de diecisiete años de edad, que sin provocación alguna, sin sufrir ningún insulto por parte del policía, aun antes que el agente le dirigiera la palabra, sacó su pistola y lo mató de un solo tiro. «La música me hipnotizó —dijo después en su descargo el joven—. No sabía lo que estaba haciendo.»
«Dime qué música escuchas y te diré lo que eres capaz de hacer.» Pero la música no es lo único que ejerce una fuerte influencia sobre nosotros. Son muchas las cosas que, por permitirles entrada a nuestra mente, nos hipnotizan y nos esclavizan. La literatura nociva es una de ellas. Las películas violentas y pornográficas son otras. Ciertos programas de televisión forman parte de ese veneno. Las amistades malsanas aparecen también en el catálogo. La lista es interminable.
Es que nosotros somos esponjas. Sin querer, nos empapamos de todo lo que aprobamos. Aun sin advertirlo, poco a poco entramos a un estado de estupefacción y, cuando menos pensamos, perdemos el dominio propio. Nuestras facultades y nuestra fuerza de voluntad se convierten en barro, y llegamos a ser nada más que pusilánimes robots.
¿Qué podemos hacer para no perder nuestra identidad como creación de Dios? Relacionarnos con lo más sano del mundo. El divino Maestro dijo: «Busquen primeramente el reino de Dios y su justicia» (Mateo 6:33). Es por eso que necesitamos leer la Biblia. Ella es la luz que alumbra nuestro camino. Ella, como nada más en esta vida, nos hace llegar a la altura de la dignidad humana. Leamos la Biblia todos los días. Así seremos personas completas, realizadas, como Dios siempre ha querido que seamos.